sábado, 12 de mayo de 2012

Cédula viral



Por dos años seguidos (2010 - 2011), voté. Municipales y presidenciales, esas fueron mis primeras máculas de tinta en el índice y, anhelo, las últimas.

Yo voté porque, francamente, no abrigaba el menor deseo de pagar una multa astronómica (considerando mi actual condición económica), por aquejar una innatural pereza para transportarme, en domingo, a una escuela que en mi vida había visto, y formarme en una fila con personas que, sin otro rasgo en común, discutían la posición de las colas o bufaban con impaciencia porque el de adelante se demoraba en votar. Me puse un libro bajo el brazo y salí de casa con la osadía de un aventurero que promete salvarse de mil y un peligros. Y en teoría, así era, puesto que una vez más me dirigía a esa escuela pública, encajada en una maraña de calles de nombres que se me caían de la memoria. Una vez más apelaba a mi sentido de orientación para dar con mi centro de votación, en tanto maldecía interiormente la geometría de esta democracia.

Hace pocos días me descubrí asintiendo, cual si tuviese el cuello flojo, durante mi habitual lectura de la sección Editorial de El Comercio (domingo 6 de mayo). Mi conformidad era absoluta con el periodista, pues trataba un tema coyuntural con tal sangre fría que no dejaba el menor espacio a la objeción. En pocas líneas, partía del debate actual en el Congreso, acerca del proyecto del código electoral, para hincar con el dedo en un nervio de la tergiversada democracia peruana: el voto facultativo. 
El periodista explicaba, con un lenguaje eficiente, la diferencia entre derecho y deber. Aquí no seré tan didáctico ni esgrimiré jerga jurídica; basta saber que el derecho es una facultad de la que goza toda persona para la consecución de una vida plena. El menú de derechos se encuentra inscrito en la Constitución Política, así que para no desenrollar todo ese pliego, me atengo a la definición clásica, y ustedes, que indudablemente quedarán insatisfechos, acudirán a la norma. Un ejemplo sencillo para el caso: el derecho a la educación. 
En la otra esquina, el deber viene a ser una obligación del ciudadano para con la sociedad. Insisto, no emplearé jerga jurídica ni estiraré tanto el verbo. Llámese al pago de impuestos, un deber. 

Observamos que el derecho se puede ejercer libremente y cuando a la persona le plazca, mientras que el deber tiene que cumplirse, pues la desobediencia conlleva un castigo. 

En nuestro país, el voto es un deber. No me miren a mí, yo no creo las normas. La Constitución reconoce el derecho al voto (art. 31), pero este se aplica con la fórmula del deber. Nosotros no elegimos si queremos ejercer nuestro derecho al voto, tenemos que ejercerlo, pues la multa espía nuestros bolsillos con ojos llameantes. No nos queda de otra.

La obligación de votar distorsiona el sentido de democracia, pues no hay tal libertad para ejercer un derecho. Y, por añadidura, crea un escenario incómodo para el despliegue de una auténtica democracia, en vista de que no todos los votantes quieren tener voz en la elección de sus representantes. Un gran porcentaje de la masa votante jamás se informa acerca de los candidatos, por ende, dibuja su aspa sin siquiera saber a quién beneficia con ese gasto de tinta.
La conciencia de sufragio se forja cuando el votante tiene convicción y conocimiento. Si un ciudadano no siente el menor interés por el sufragio, no debe ser conminado a participar de la fiesta electoral, pues ejercerá un derecho sin éxito. 

El debate encaminado a derogar el voto obligatorio ni siquiera tendrá lugar, según la agenda de los parlamentarios. Este proyecto de código electoral no contempla tan importante desfase. ¿A quién le conviene que la población acuda, desarmada de información, a las urnas? ¿A los "Comeoros" y "Robacables"?

Nuestra Marca Perú es una sociedad sin conciencia electoral. No nos obliguen a votar, porque es altamente posible que lo hagamos mal.  
          

sábado, 5 de mayo de 2012

Mi Marca Perú

Resulta más llevadero blandir la pluma mimetizado en el antifaz del Portador. Publicar como autor, sin la máscara y el fottus, supone un esfuerzo calamitoso, especialmente cuando no es Dave Lang ni el portador Saintus quien entra en acción con mis palabras. Alojar mi opinión en una bitácora, y esperar que esta obre como un altavoz semeja, acaso, una ilusión narcicista. Sin embargo, la egolatría navega muy lejos de mis costas mientras escribo. 
A fin de cuentas, un escritor no es otra cosa que un comunicador. Uno de vocación. Más allá de sus ficciones, de su género y de su talante, es un comunicador social. Y como tal, debe atender ciertas responsabilidades con la sociedad. Con su sociedad. Y aquí, yo responderé como uno.


Hablamos de Perú. Hablamos de una Marca Perú. Hablamos de un Perú turístico, de un Perú gastronómico, de un Perú de exportación. Pero, ¿cuánto de nuestro Perú es realmente nuestro? ¿Cuánto de nuestro Perú conocemos a conciencia? ¿Cuánto de nuestro Perú nos hace sentir identificados?  


En esta bitácora trataré temas candentes que salpimentan la realidad peruana. Sucesos que merecen una mirada, ya sea porque sobrecogen las primeras planas o porque generan, a la postrer, un cántico de grillos. Y procuraremos determinar si estas situaciones pueden conformar eso que llamamos "Marca Perú". En otras palabras, si estos acontecimientos, depurados de sensacionalismo, dan cuenta del auténtico modus vivendi de nuestra nación.